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Armero: 40 años de la tragedia que borró un pueblo, pero no su memoria

A pesar de los años, Armero sigue siendo una herida abierta en la memoria del país. Bajo sus tierras sepultadas descansan miles de historias, pero sobre ellas se alzan también las voces de quienes se niegan a olvidar.

el rugido del volcán Nevado del Ruiz cambió para siempre la historia de Colombia. Una avalancha de lodo, rocas y escombros sepultó al próspero municipio de Armero, en el departamento del Tolima, y cobró la vida de más de 23.000 personas de sus 25.000 habitantes.

Cuarenta años después, el lugar donde alguna vez hubo calles, plazas e iglesias es hoy un pueblo fantasma, cubierto por vegetación, escombros y tumbas improvisadas. Sobre el terreno endurecido por el sol —que parece concreto— reposan los restos de miles de víctimas, mientras las familias sobrevivientes luchan por mantener viva su memoria.

Armero se ubicaba en la Cordillera Central de los Andes, a dos horas de Ibagué, en un valle formado por los ríos Lagunilla, Sabandija y Cuamo, a los pies del Nevado del Ruiz, de 5.364 metros de altura. Desde las alturas, el volcán sigue dominando un paisaje que aún guarda las huellas de la tragedia.

El día que la naturaleza habló con furia

Esa noche, 100 millones de metros cúbicos de lodo, agua y piedras descendieron por las laderas del Nevado, arrasando todo a su paso con una velocidad de hasta 35 kilómetros por hora. Casas, bancos, iglesias, molinos de arroz y vehículos desaparecieron bajo una ola de barro que alcanzó cinco metros de altura.

De las 3.500 hectáreas que tenía el municipio, más de 3.000 quedaron sepultadas, el equivalente a cubrir con barro 5.500 campos de fútbol. Fue una de las tragedias naturales más devastadoras del siglo XX en América Latina.

El Centro de Visitantes de Armero (CVA), creado por los hermanos José y Hernán Darío Nova, busca mantener viva la memoria del desastre. José, quien se salvó por estar fuera del pueblo el día de la tragedia, dedica su vida a contar lo ocurrido.

No viví la tragedia físicamente porque mi Diosito me quiere mucho”, recuerda. “Pero perdí a 18 familiares entre tíos y primos. Lo que pasó fue enorme, no solo por la gente que murió, sino por la magnitud del desastre”.

Entre el abandono y la memoria

Hoy, el antiguo territorio de Armero es un cementerio natural. Las ruinas del hospital San Lorenzo, los restos de viviendas y el Parque de los Fundadores, cubierto de maleza, son testigos silenciosos del olvido estatal.

Una cruz de piedra recuerda el sitio donde el papa Juan Pablo II oró por las víctimas el 6 de julio de 1986, siete meses después del desastre. La placa conmemorativa, desgastada por el tiempo, aún conserva el eco de aquel acto de fe.

El lugar más visitado es la tumba de Omaira Sánchez, la niña que se convirtió en símbolo mundial de la tragedia. Permaneció atrapada entre el lodo durante 60 horas, y su imagen dio la vuelta al mundo como reflejo de la impotencia humana frente a la fuerza de la naturaleza.

Y pensar que la tragedia se pudo evitar”, lamenta Nova, recordando que las advertencias científicas fueron desoídas por las autoridades de la época

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